miércoles, 13 de junio de 2012

Invictus



Cuando Mandela, el primer presidente negro, llega al gobierno de Sudáfrica, en 1994, se encuentra a sí mismo liderando a una mayoría negra resentida que ha sufrido el apartheid durante décadas y quiere cobrar su venganza. Él sabe que si el país malgasta su energía en saldar cuentas no saldra adelante, por eso quiere hacer borrón y cuenta nueva y quiere que todos miren al futuro.

En medio de ese contexto histórico, la selección nacional de rugby se convierte en un símbolo de sus planes políticos, porque la selección nacional es un emblema del poder blanco. El nuevo ministerio de deportes quiere acabar con ella, y Mandela quiere que gane el mundial de Rugby.

Contar una historia de reconciliación nacional, es una tarea ambiciosa. Explicarla para que la entiendan los que no leían la prensa internacional en los noventa es lo verdaderamente portentoso. Eastwood tiene que explicar muchas cosas y hacer cine en un espacio de sólo dos horas. Y le sale muy bien. Parece que su estilo austero y sin acentos era el vehículo perfecto para este tipo de película.

Particularmente me gusta como nos explica en que consiste el rugby, un deporte que, probablemente no entiende la mayoría de su público. Mandela tampoco es aficionado y le pide a sus asesores que le expliquen que tiene que hacer Sudáfrica para clasificarse. De paso lo explica al espectador. En otra escena, la selección viaja por el país y se acerca a unos niños y les enseña a jugar delante de las cámaras.

La escena nos conmueve porque habla de negros y blancos que han estado en dos bandos y estan tirando abajo sus muros, pero es que de paso, la selección explica cuatro cosas de rugby que no sabemos y nos viene bien enterarnos.

Los asesores le explican como va el mundial (nos lo explican) y Mandela se aprende las fotos de los jugadores y la alineación. Y eso parece más importante que los asuntos de estado. “Invictus” viene a decir que si queremos llevarnos bien, no bastan las palabras, hay que compartir alguna de esas cosas irracionales como la pasión por el deporte.

Green Zone: Distrito protegido



Un alférez americano busca las armas de destrucción masiva de Sadam Hussein en el Iraq posterior a la invasión. Todos los lugares que había revelado una fuente llamada Magallanes son falsos. El alférez, Matt Damon, tira del hilo y llega a la conclusión de que puede que no existan tales armas.
El ejército iraquí es la clave del conflicto. Si se desmantela, el país se vendrá abajo. Los antiguos oficiales quieren mantener el orden. Pero son perseguidos.

¿Conseguirá Damon restaurar a la jerarquía militar? ¿Desvelara la sórdida trama que engañó a los americanos para invadir Iraq? El fallo de esta película es creer que lo segundo importa. ¿Qué más da que lo descubra? La guerra ya ha estallado. Es como si ahora les pedimos que nos devuelvan Cuba porque lo del Maine fue un montaje.

Esta película tiene poco valor como discurso. Pero me sirve de excusa para plantear la cuestión clave de la guerra: el error de Estados Unidos no fue que el programa de armas químicas iraquí no exisitera. El error es más serio: Estados Unidos violó la presunción de inocencia de otro estado. Hizo una guerra “por si acaso”. Y según ese principio cualquier país puede declarar la guerra a otro más pequeño y quedarse con lo que tiene.

Es un buen documento. A Greengrass le gusta rodar cámara en mano, como si no hubiera planificado las escenas, como si se las encontrara de pronto y sacara su cámara de la mochila para grabar. El Iraq de este cine está vivo, nos saca de la foto gastada que aparecía de fondo en el parte oficial de los informativos. Los helicópteros con su visión nocturna distinguen a los buenos de los malos, y rastrean todo con gps.

Hay un contraste entre la dureza del conflicto que viven unos y la versión descafeinada y glamourosa que viven otros. Entre esos dos polos me hubiera gustado oír el discurso de Greengrass.

El arco dramático





Dice mi admirado y siempre exagerado Boyero que el personaje de Gosling es una versión moderna de "Shane", el pistolero que pone orden en la vida de los granjeros pacíficos en la novela de Schaefer que adaptó George Stevens en 1953. A mi me recuerda al Hanks de "Camino a la perdición" de Mendes, porque respeta unas reglas del juego mafioso que conllevan la muerte y la sangre hasta que un inocente las hace saltar por los aires.

Muerte sí, pero sólo entre nosotros, parecen decir los dos personajes, el de Mendes y el conductor. Menos discutible parece la deuda confesa que tiene con la película "Le Samouraï" de Jean-Pierre Melville, y con la idea de amour fou de los sesenta del cine francés.

El personaje de Gosling, que no llega a decir su nombre, es un conductor de atracos con unas reglas intocables. Ofrece cinco minutos de fidelidad absoluta, pero un minuto antes o un minuto después no responde de nada. No se la juega por nadie. Que sea concienzudo como una máquina podría ser accesorio, pero es la palanca que estira con más fuerza la emoción de la película.

Una vecina inocente, la esposa de un convicto y su hijo le brindan unas semanas de compañía y de amistad desinteresada que le llegan al corazón. Una casualidad más bien creíble, hace que la vida de su vecina dependa de él y que se vea obligado a saltarse una y otra vez su seguridad y sus reglas.

De haber sido un conductor menos concienzudo y perfeccionista, el sacrificio hubiera sido fácil para él. La fuerza de la película está precisamente en aquello le ocurra a él, en el viraje que tiene que dar, en las reglas propias que tiene que saltarse, en su arco dramático.